El fotógrafo Horacio Lorca plasma en fotografías y palabras sus impresiones del viaje que hizo a Cedeño y La Puntilla, en el sur de Honduras, para documentar el impacto de la erosión costera, una de las consecuencias del cambio climático.
Texto: Horacio Lorca
Fotos: Horacio Lorca
Imagínate feliz a la orilla de la playa, viviendo solo del mar, y que el mismo mar sea el que te quite tu casa. Esto es lo que les ocurre a los pobladores en la zona del golfo de Fonseca, en el sur de Honduras.
7:00 a. m. Mi compañera Breidy Hernández y yo nos dirigimos de Tegucigalpa a Marcovia, departamento de Choluteca, para investigar y constatar este fenómeno ambiental. 175 km de carretera nos esperan. Para mí, este viaje representa la última estampilla de un álbum: en Criterio.hn hemos recorrido el país en trabajos de reportería e investigación. Solo me faltaba la zona sur; me emociona documentarla fotográficamente y registrar lo que ha representado para las comunidades que el mar les haya arrebatado sus viviendas.
Este trabajo de campo es como volver a mí mismo; soy originario de Nacaome, departamento de Valle, que, junto con Choluteca, forma el sur de Honduras. Mientras conduzco, hacemos conjeturas de las posibles causas de esta tragedia: ¿El culpable será el cambio climático? ¿Serán las personas que han construido muy cerca de la playa? ¿Será el mar que decidió recuperar su espacio?
El calor extenuante nos abrasa, claro aviso de que hemos llegado al sur. Ya estamos en Cedeño, una aldea turística de Marcovia, reconocida por sus playas. Nos reciben representantes de Fian Internacional en Honduras. Ellos han trabajado con las comunidades de la zona durante muchos años, nos presentan a los lugareños y nos llevan a visitar la zona.
Acercándonos a la playa, descubrimos las ruinas de las viviendas destruidas. Nos acompañan don Noé Cruz y doña Francis Azucena Cruz, dos lugareños que toda su vida han vivido en Cedeño, y han presenciado cómo en los últimos 43 años el mar se adentra cada vez más. “Esta es mi casita” dice doña Francis, frente a una construcción reciente; en el portón hay cuatro hileras de bloques de concreto. “Es para que la marea no se meta” remarca. La anterior fue desbaratada por el mar. Levanta la mano y expresa con tristeza: “Allá quedaba mi hotelito”; una pequeña edificación que ya tampoco existe. Sus restos están bajo el mar a unos 200 metros de donde vive ahora. Recuerdo que, cuando era niño, para Semana Santa siempre había excursiones; filas de autobuses cargados de personas que venían a Cedeño provenientes de diversas partes del país; ahora los turistas son escasos.
Francis Azucena Cruz, en su nueva casa. La anterior fue aterrada por el mar.
“¿Han migrado personas a Estados Unidos a raíz de la pérdida de sus casas?” le pregunta Breidy. Los ojos de doña Francis se llenan de lágrimas que se evaporan por el viento del mar que le acaricia las mejillas. “Tres de mis hijos se han ido”. Hay que ser fuerte para contener diez mil lágrimas y solo dejar salir unas docenas.
Así lucen los escombros de algunas casas que estaban a la orilla de la playa en la aldea de Cedeño.
La línea costera avanzó un poco más de 40 metros en 33 años, entre 1982 y 2015. La erosión continúa creciendo.
Los lugareños afirman que aunque la alcaldía ha retirado algunos escombros, aún falta mucho por recoger.
Más allá, se reúnen los pescadores locales; unos que llegan en las lanchas y otros que los reciben para sacar las vísceras del pescado. Me detengo a tirarle una foto a una manada de perros, pero están molestos y empiezan a ladrarme; tiene que calmarlos doña Francis; creo que debí pedirles permiso antes de tomar la foto.
Un grupo de pescadores conversan luego de regresar cansados de un día de pesca.
Las mujeres reciben el pescado, lo clasifican y le sacan las vísceras.
Conversamos con Delmis y Lesly, dos señoras que, como muchos, han perdido sus casas. Lesly filetea un pescado con tanta rapidez que me cuesta ver la hoja del cuchillo. Es difícil creer que este mismo mar es el que ha devorado las “casitas” de las personas. Disparo fotos a todos lados, a lo que sea: al mar, a los pescadores, a las mujeres, a las montañas, a las nubes, a lo que ha quedado de las casas y todo es una perfecta fotografía. El sol se rehúsa a morir.
Lesly limpia el pescado antes de que lo pesen y lo vendan.
Un pescador repara su red.
Un pescador golpea la red con un palo a la orilla de la playa, como lo hacen todos al final del día.
Francis Azucena Cruz, después de recibir la pesca del día.
Acompañados por don Noé seguimos caminando. “Allí era la escuela” nos dice señalando dos o tres muros todavía firmes. Ahora, han tenido que trasladarla tierra adentro. Desde que perdió su casa, don Noé se dedica a la conservación de la tortuga golfina. Dos de sus hijos se fueron a Estados Unidos hace diez años, pero perdió comunicación con ellos.
Estas dos aulas son todo lo que ha quedado de la escuela.
A medida que avanzamos por la playa de Cedeño, el mar se alía con las nubes, el cielo y el sol para regalarnos un espectáculo de atardecer. Es el ocaso más memorable que he visto. Viví tanto tiempo muy cerca de aquí, y apenas hoy, cuando vivo tan lejos, puedo ver esto.
Mañana iremos a La Puntilla, una comunidad que fue reubicada, debido a la pérdida de sus casas. Le preguntamos a Wilson, lugareño que nos acompañó en el recorrido por la playa, si conocía. “Sí, yo los puedo acompañar si gustan” afirma con voz entonada.
El profe nos lleva hasta donde vamos a dormir, unas pequeñas cabañas cerca de Guapinol, administradas por una pequeña cooperativa de la comunidad. No esperaba menos de este día.
7:00 a. m. Nos adentramos en el camino, pasamos por Wilson, que ya hace media hora nos espera. “¿Y usted a qué se dedica?” le pregunto con curiosidad, mientras Breidy conduce por la calle de tierra. “Soy profesor de educación media, doy la clase de Filosofía y Cívica”, responde con seguridad y orgullo.
Alguien nos dijo ayer que son cuatro o cinco horas para llegar a La Puntilla, en Punta Ratón, otra aldea turística de Marcovia, por una carretera de tierra y en mal estado. Voy con la cámara en mano, listo por si hay que fotografiar algo. Por donde se voltee a ver, todo es hermoso. Cientos de personas cosechan sandías y melones de exportación. El profe Wilson nos ilustra sobre todo lo que encontramos; él es docente del Programa Hondureño de Educación Comunitaria (PROHECO). El largo camino no fue tan largo, en una hora y media hemos llegado. Y ya empieza a revelarse la tragedia.
Campo donde siembran melones de exportación, en Marcovia, Choluteca.
Como si se tratara de una antigua ciudad perdida, las ruinas de las casas desmoronadas y semisumergidas en la playa se muestran ante nosotros. Y cuanto más nos adentramos, más grotesco es el paisaje. Detenemos el auto para tomar un par de fotos, y una figura surrealista aparece a corta distancia: una mujer de edad avanzada que recolecta pequeños trozos de madera que usa como leña. Su cuerpo no está dispuesto a ceder al viento que la atropella fuertemente, moviendo como bandera sus vestidos y cabellos. La imagen me parece un cuadro de Dalí en 3D. Nos acercamos, Breidy consigue hablar con la señora y caminar por la playa llena de escombros. La que era suya está enterrada en la arena casi un metro; ahora la usa para guardar la madera. “¿Y por qué no se ha ido a vivir a otro lado?” le pregunta. “No tengo adónde irme. Aquí les dieron casas nuevas a todos, pero a mí no” lamenta. Ana Gabriela Rivas se llama, y mientras nos despedimos y sus pies se hunden en la arena, da media vuelta para decirnos adiós con la mano.
En Punta Ratón, también el mar se ha introducido hasta las viviendas.
Breidy Hernández y Ana Gabriela, una señora que recoge leña a la orilla de la playa. Mientras, cuenta que la que fue su casa está casi cubierta de arena y que ahora vive con su hija a escasos tres metros de la que perdió.
La playa está llena de restos de escombros de concreto.
Esto es lo que quedó de una casa de vacaciones a la orilla de la playa en Punta Ratón.
Paisajes escalofriantes como este se observan en La Puntilla
Menos de un kilómetro después llegamos a La Puntilla. Del lado izquierdo hay casas de madera y algunas de concreto; del derecho, una playa muy grande y con mucha basura, lanchas de pescadores varadas y un grupo de hombres descansando en una champa. Se acerca un señor. “¿Quiénes son ustedes y qué desean?” nos pregunta con seriedad. Breidy le explica que somos periodistas y le pide una entrevista, pero al comienzo se rehúsa a ser filmado. “Me llamo Edilberto —susurra dudosamente—. Tengo 66 años y he vivido toda mi vida aquí, fui pescador, pero ya estoy viejo para eso, ahora trabajo en una camaronera”.
Una niña juega a la orilla de la playa que está llena de basura.
Edilberto explica cómo el mar ha avanzado de a poco, hasta cubrir las casas de unas 200 familias.
El profesor Wilson Flores ha trabajado de cerca con muchas aldeas de Marcovia, para concientizar sobre el cambio climático. Vive en Guapinol, otra comunidad que con riesgo alto de inundación por marejadas.
Me parece muy extraño que, en esta playa, a diferencia de la anterior, hay pocos escombros. “¿Y aquí por qué no hay tantos escombros?” le pregunto; se le dibuja una sonrisa resignada y señala al mar: “Allí están, sumergidas en el mar y bajo la arena”. Dos líneas de casas donde al menos residían unas 200 familias fueron arrasadas. “Mire, solo esos restos quedaron visibles, este era el hotel de una cuñada mía” dice. Y entre tanto hablar y hablar, accede a la entrevista. “En el 2016 la alcaldía compró un terreno y el gobierno nos construyó casas nuevas a todos”, cuenta.
Estos pedazos de concreto son todo lo que ha quedado de un gran hotel que quedaba a la orilla de la playa en La Puntilla.
Breidy Hernández dialoga con un grupo de pescadores acerca de si han pensado en migrar o si lo hicieron y regresaron como consecuencia de la pérdida de sus casas.
Minutos después, don Edilberto, Breidy, el profe y yo recorremos las casas construidas en el 2016. La madera de algunas ya está cediendo ante la brisa salada. Me pregunto: si el mar va avanzando, ¿en cuánto tiempo llegará a estas nuevas casas?
Entre tanto, los habitantes de Cedeño y de La Puntilla aguantan su realidad; esforzarse tanto para comprar y construir su casa, sin saber si el próximo año esta quedará sumergida. Puedo comprender por qué no se van a otros lados: su sentido de pertenencia es fuerte y no se ven viviendo de otra forma que no sea en relación con el mar.
La mayoría de los habitantes del caserío de La Puntilla fueron reubicados cerca de la playa, en casas construidas por el gobierno central y la municipalidad de Marcovia en 2016. Varias de ellas ya empiezan a dañarse. Edilberto y Breidy Hernández recorren el lugar.
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