El fin de la democracia norteamericana era demasiado predecible

Por: Jason Stanley

NUEVA YORK – Como les ha sucedido a otros, desde la noche del martes, mi teléfono no ha dejado de recibir mensajes de texto preguntándome cómo pudo haber sucedido esto (como algunos de mis amigos, colegas y conocidos saben, yo estaba plenamente convencido de que Donald Trump ganaría esta elección sin dificultad). En lugar de responder en detalle a cada mensaje, ofreceré mi explicación aquí

Durante 2.300 años, por lo menos desde la República de Platón, los filósofos han sabido cómo los demagogos y los aspirantes a tiranos ganan las elecciones democráticas. El proceso es sencillo y ahora acabamos de ver cómo se desarrolla.

En una democracia, cualquiera es libre de presentarse a un cargo, inclusive las personas que son absolutamente incapaces de dirigir o presidir las instituciones de gobierno. Un signo revelador de la falta de idoneidad es la voluntad de mentir con desenfreno, concretamente representándose a uno mismo como defensor contra los enemigos percibidos por el pueblo, tanto externos como internos. Platón consideraba que la gente común se dejaba controlar fácilmente por sus emociones y, por ende, era susceptible de este tipo de mensajes -un argumento que constituye el verdadero fundamento de la filosofía política democrática (como ya he argumentado en trabajos previos).

Asimismo, los filósofos siempre han sabido que este tipo de política no necesariamente está destinada a triunfar. Como sostenía Jean-Jacques Rousseau, la democracia es más vulnerable cuando la desigualdad en una sociedad se ha vuelto arraigada y demasiado evidente. Las profundas disparidades sociales y económicas crean las condiciones para que los demagogos se aprovechen de los resentimientos de la gente, y para que la democracia termine cayendo de la manera que describía Platón. Por ende, Rousseau llegó a la conclusión de que la democracia requiere una igualdad generalizada; solo entonces no resultará tan fácil explotar los resentimientos de la gente.

En mi propio trabajo, he intentado describir, con minucioso detalle, por qué y cómo las personas que se sienten menospreciadas (material o socialmente) llegan a aceptar patologías -racismo, homofobia, misoginia, nacionalismo étnico y fanatismo religioso- que, en condiciones de mayor igualdad, rechazarían.

Y es precisamente de esas condiciones materiales para una democracia sana y estable de lo que carece hoy Estados Unidos. En todo caso, Estados Unidos ha llegado a definirse singularmente por su enorme desigualdad de riqueza, un fenómeno que no puede más que socavar la cohesión social y alimentar el resentimiento. Teniendo en cuenta que 2.300 años de filosofía política democrática sugieren que la democracia no es sostenible en tales condiciones, a nadie debería sorprenderle el resultado de las elecciones de 2024.

Ahora bien, cabe preguntarse por qué esto ya no ha sucedido en Estados Unidos. La razón principal es que existía un acuerdo tácito entre los políticos para no involucrarse en esta forma de política extraordinariamente divisiva y violenta. Recordemos las elecciones de 2008. John McCain, el republicano, podría haber apelado a estereotipos racistas o teorías conspirativas sobre el nacimiento de Barack Obama, pero se negó a tomar este camino, corrigiendo célebremente a una de sus propias partidarias cuando esta sugirió que el candidato demócrata era un “árabe” nacido en el extranjero. McCain perdió, pero será recordado como un estadista norteamericano de una integridad intachable.

Por supuesto, los políticos norteamericanos apelan regularmente de manera más sutil al racismo y la homofobia para ganar elecciones; después de todo, es una estrategia exitosa. Pero el acuerdo tácito de no llevar a cabo esa política de manera explícita -lo que el teórico político Tali Mendelberg llama la norma de la igualdad– descartó apelar demasiado abiertamente al racismo. Por el contrario, había que hacerlo a través de mensajes ocultos, discursos en código y estereotipos (como hablar de “vagancia y delincuencia en los barrios marginales”).

Pero en condiciones de profunda desigualdad, este tipo de política codificada acaba siendo menos eficaz que la explícita. Lo que Trump ha hecho desde 2016 es desechar el viejo acuerdo tácito, etiquetando a los inmigrantes de alimañas y a sus oponentes políticos de “los enemigos adentro”. Esta política explícita de “nosotros contra ellos”, como siempre han sabido los filósofos, puede ser sumamente efectiva.

La filosofía política democrática, entonces, ha acertado en su análisis del fenómeno Trump. Tristemente, también ofrece una clara predicción de lo que vendrá después. Según Platón, el tipo de persona que hace campaña de esta manera gobernará como un tirano.

Por todo lo que Trump ha dicho y hecho durante esta campaña y su primer mandato, podemos esperar que Platón sea reivindicado una vez más. El dominio de todas las ramas del gobierno por parte del Partido Republicano convertirá a Estados Unidos en un estado unipartidista. El futuro puede ofrecer oportunidades ocasionales para que otros compitan por el poder, pero cualesquiera que sean las contiendas políticas que se avecinen, lo más probable es que no califiquen como elecciones libres y justas.

Jason Stanley, profesor de Filosofía en la Universidad de Yale, es el autor de Erasing History: How Fascists Rewrite the Past to Control the Future (Atria/One Signal Publishers, 2024).

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