Por Adam Hug*
LONDRES – El 9 de julio, el bloguero uzbeko Miraziz Bazarov publicó en Facebook una carta abierta al Fondo Monetario Internacional y el Banco Asiático de Desarrollo (ADB), donde destacaba la probabilidad de que el gobierno estuviera usando los fondos de asistencia para la COVID-19 de manera indebida. Se demostró que la acusación de Bazarov estaba justificada, pero pagó un precio por ella: el Servicio de Seguridad Estatal (SGB) lo llamó para interrogarlo.
Bazarov se dirigió al FMI y el ADB porque ellos —junto con el Banco Mundial— otorgaron casi mil millones de dólares en créditos para la batalla de Uzbekistán contra la COVID-19; pero Uzbekistán tiene una larga historia de corrupción, se ubica en el puesto 153 entre 180 países en el ranking del Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, principalmente porque su funcionarios usaron con frecuencia sus puestos para enriquecerse y silenciar a sus críticos.
Por eso Bazarov instó al FMI y al ADB a que no otorgaran más créditos a Uzbekistán hasta que el gobierno diseñara un mecanismo que permitiera al público seguir el uso de los fondos. De esa manera, los fondos se invertirían en el sistema sanitario uzbeko, al borde del colapso, y ayudarían a muchos ciudadanos que, como dijo Bazarov, habían quedado «sin ingresos y medios de subsistencia».
Gracias a una ola de indignación pública se llevó a cabo una investigación anticorrupción que detectó que los empleados del servicio sanitario-epidemiológico, un departamento del Ministerio de Salud, habían malversado más de 171 000 dólares desde que comenzó la crisis de la COVID-19.
El presidente Shavkat Mirziyoyev estableció la agencia investigadora con el objetivo declarado de evitar el mal uso y apropiación de los fondos de la COVID-19. Esto está en línea con la promesa de respetar la libertad de expresión y la democracia que hizo Mirziyoyev hace cuatro años, después de la muerte de su despótico predecesor, Islam Karimov.
Pero la realidad sobre el terreno muestra cuán difícil es para el gobierno cumplir esta promesa. Aunque Mirziyoyev elogió a los blogueros y su trabajo, debido a las leyes para combatir la difamación pueden ir a prisión o tener que pagar multas apabullantes por su trabajo. Y los blogueros pueden no tener idea de la respuesta que recibirán hasta después de haber publicado.
De hecho, Bazarov es tan solo el último en una larga línea de críticos de gobierno que quedaron en la mira; durante el último año al menos seis activistas de redes sociales fueron detenidos debido sus publicaciones, en las que criticaban al gobierno. Y ellos son los afortunados: otros fueron secuestrados, golpeados y confinados en instalaciones psiquiátricas. El periodista uzbeco Bobomurod Abdullaev fue recientemente extraditado desde Kirguistán por publicar críticas a Mirziyoyev en las redes sociales.
Ahora es posible que los blogueros y otros usuarios de redes sociales queden aún más expuestos, la Agencia de Información y Comunicaciones Masivas propuso recientemente que los propietarios de los sitios web sean penalmente responsables por los comentarios de los usuarios en sus plataformas.
Los activistas de la sociedad civil también pisan terreno poco firme. Es posible que las organizaciones no gubernamentales independientes ya no sufran la represión de la era de Karimov, pero aún carecen de estatus legal. Al no poder registrar las ONG, se torna difícil para los activistas llevar adelante su trabajo, recaudar fondos o contratar personal, y los deja expuestos al acoso del SGB.
La verdad es que aunque el gobierno de Mirziyoyev implementó algunas reformas, solo avanzó hasta un sistema de «libertad administrada». Hay margen para cierto disenso, aunque nunca queda claro cuánto, y el Estado aún es rápido para adoptar nuevamente medidas represivas. Estas son las conclusiones principales del reciente informe «Spotlight on Uzbekistan» (Uzbekistán en primer plano), publicado por el Foreign Policy Centre y en el que trabajé con otros expertos.
Para lograr avances reales hacia la democracia, sostiene el informe, Uzbekistán debe ir más allá de permitir solo críticas «constructivas» —según las definen los reformadores de la elite dirigente— y abrazar completamente la libertad de expresión y asociación, sin la amenaza de interrogatorios, prisión, multas o abuso. Debe hacerlo con urgencia, principalmente por la crisis de la COVID-19.
En Uzbekistán, como muchos otros países, la pandemia abrumó a las instituciones estatales, pero la crisis también puso de relieve el impresionante progreso que logró el país, especialmente en términos del desarrollo de su sociedad civil. Durante la segunda ola, cuando los hospitales se saturaron de pacientes, los voluntarios se organizaron para comprar insumos y crear un sistema para entregar y configurar concentradores portátiles de oxígeno en los hogares de las personas contagiadas.
Cuando publicitaron esos proyectos, los blogueros y activistas de las redes sociales los ayudaron a funcionar, reunir fondos y encontrar voluntarios. Sin embargo, siguen siendo vulnerables a las represalias oficiales por las opiniones e información que publican. Protegerlos es fundamental para mantener a Uzbekistán en la senda de la democratización.
*Adam Hug es director del Foreign Policy Centre, un gabinete estratégico independiente sobre asuntos internacionales.
-
Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas